Mensaje del Papa Francisco

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El mensaje de Cuaresma va a la raíz del problema:

‘vivir solo para sí mismo’
 

“La parábola del rico y Lázaro citada por el papa Francisco en el mensaje para Cuaresma de este año no es una parábola solamente para los ricos, pero para todos los hombres, porque todo hombre puede caer en esto aunque tenga nada, porque para el cristiano ‘el Cielo’ es el otro”.  Y mientras “Sartre decía: ‘el otro es el infierno’, el Papa y el Evangelio en cambio dice ‘el otro es un don’”.

Lo indicó Mons. Segundo Tejado subsecretario delegado del dicasterio de Desarrollo humano integral, conversando este martes con ZENIT, al margen de la presentación del mensaje de cuaresma en la Sala de Prensa de la Santa Sede, que este año inicia el primero de marzo y que lleva por título “La palabra es un don. El otro es un don”.

Aseguró así que Papa en su mensaje para la Cuaresma de este año “va a la raíz del problema”. Cuál es la raíz del problema “lo dice San Pablo, Cristo ha muerto por los hombres para que el hombre no viva más para sí mismo. Allí está el punto: vivir para sí mismo es una maldición”.

“En cierto sentido Sartre tenía razón -señalo Mons. Tejado- porque el otro te amenaza, de alguna manera te quitará algo de tu autonomía, de tu tiempo libre. En cambio decir que el otro es un don es abrirse a una dimensión vertical. Porque el Otro con la ‘O’ mayúscula es Dios mismo, el don de los dones”.

Señaló así que “vivir para sí mismo como sucede en esta parábola del rico y Lazaro, lleva a que uno no vea a los otros. El rico este, al que uno le llama rico, era un hombre lleno de sí mismo, que no ve a Lázaro en su puerta, tiene una ocasión para salvarse y no lo ve”. Y por eso en el más allá dice: “Manden a alguno para que le avise a mis hermanos, que el otro que está a mi puerta es una oportunidad para salvarme”.

El subsecretario delegado del dicasterio de Desarrollo humano integral, citando a la presentación del documento para la cuaresma hecha minutos antes por Mons. Dal Toso señaló que “es equivocado cuando alguien piensa: las personas que tengo a mi alrededor son para mí, mis bienes son para mí, la naturaleza es para mí y no me importa destrozarla. Es esa raíz en el corazón del hombre que la pascua viene a destruir”.

Precisó además que “el otro no es solamente el pobre, como si fuera una categoría impersonal. El otro es tu mujer, es tu hijo, tu compañero de trabajo, tu vecino, el que está deprimido, que tiene problemas económicos, que tiene un problema en familia, un luto, y a veces pasamos a su lado y ni nos damos cuenta, pasamos a su lado, porque estamos concentrados otro centro: no es Cristo, no es el otro somos nosotros mismos”.

“Si yo tengo a Dios como mi don y si el otro para mi es Cristo, el pobre, o mi hijo o mi cuñado me abro a una dimensión eterna que es pascual”, señaló.

Y sobre la tentación de ver en el mensaje una idea política, precisó que “Evangelio no es una casuística para los problemas actuales, es como un comodín, ya que el Evangelio da la respuesta a todos los problemas actuales. Está la Palabra de Dios como un don. Es la llave para entender todo lo que pasa en el mundo”.
 
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El Papa inicia los ritos de la Cuaresma –

Texto completo de la homilía

en la basílica de Santa Sabina

 

(Roma, 1º marzo 2017).- El papa Francisco inició por la tarde de este miércoles de ceniza en la basílica de San Anselmo, los ritos de la cuaresma, vistiendo paramentos color violeta y con una ceremonia que comenzó con el canto en gregoriano.

 

Texto de la homilía:

«Volved a mí de todo corazón… volved a mí» (Jl 2,12), es el clamor con el que el profeta Joel se dirige al pueblo en nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: llamad a los ancianos, reunid a los pequeños y a los niños de pecho y al recién casado (cf. v. 6).

Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios que es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (v.13). También nosotros queremos hacernos eco de este llamado; queremos volver al corazón misericordioso del Padre.

En este tiempo de gracia que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios.

La cuaresma es el camino de la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida. El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro.

Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos ese aliento de vida que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el palpitar del corazón.

El aliento de la vida de Dios nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida que nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.

El aliento de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a «normalizar», aunque sus signos se hacen sentir; y nos parece «normal» porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire sofocante de pánico y aversión.

Cuaresma es el tiempo para decir «no». No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece por lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su carne el peso de tanta superficialidad.

La cuaresma quiere decir «no» a la polución intoxicante de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda y rápida, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren. La cuaresma es el tiempo de decir «no»; no, a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir que hemos cumplido.

Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes que quieren llegar a Dios saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.

Cuaresma es tiempo de memoria, es el tiempo de pensar y preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si Dios nos hubiese cerrado las puertas? ¿Qué sería de nosotros sin su misericordia que no se ha cansado de perdonarnos y nos dio siempre una oportunidad para volver a empezar?

Cuaresma es el tiempo de preguntarnos: ¿Dónde estaríamos sin la ayuda de tantos rostros silenciosos que de mil maneras nos tendieron la mano y con acciones muy concretas nos devolvieron la esperanza y nos ayudaron a volver a empezar?

Cuaresma es el tiempo para volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al aliento del único capaz de transformar nuestro barro en humanidad.

No es el tiempo de rasgar las vestiduras ante el mal que nos rodea sino de abrir espacio en nuestra vida para todo el bien que podemos generar, despojándonos de aquello que nos aísla, encierra y paraliza.

Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista: «Devuélvenos Señor la alegría de la salvación, afiánzanos con espíritu generoso para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza»; y nuestro barro –por la fuerza de tu aliento de vida– se convierta en «barro enamorado».

Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2017

(VATICANO).- El Mensaje del Papa Francisco para la

Cuaresma 2017 lleva por título “La Palabra es un don. El otro es un don”.

 

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la

Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida

mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor.

Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19- 31).

Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.

  1. El otro es un don

La parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.

La escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal.

Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).

Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a cambiar de vida.

La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo.

Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.

  1. El pecado nos ciega

La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado.

La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado.

Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).

El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos.

El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.

La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir.

Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).

El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal.

Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación

Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).

  1. La Palabra es un don

El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática.

El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).

También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios.

Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.

El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua.

Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.

La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).

De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo.

La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor “que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador” nos muestra el camino a seguir.

Que el Espíritu Santo nos guie a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados.

Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana.

Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.

FRANCISCO

Pope Francis’

message for Lent 2017

The Word is a gift. Other persons are a gift.

 

Dear Brothers and Sisters,

 Lent is a new beginning, a path leading to the certain goal of Easter, Christ’s victory over death. This season urgently calls us to conversion. Christians are asked to return to God “with all their hearts” (Joel 2:12), to refuse to settle for mediocrity and to grow in friendship with the Lord. Jesus is the faithful friend who never abandons us. Even when we sin, he patiently awaits our return; by that patient expectation, he shows us his readiness to forgive (cf. Homily, 8 January 2016).

 Lent is a favorable season for deepening our spiritual life through the means of sanctification offered us by the Church: fasting, prayer and almsgiving. At the basis of everything is the word of God, which during this season we are invited to hear and ponder more deeply. I would now like to consider the parable of the rich man and Lazarus (cf. Lk 16:19-31). Let us find inspiration in this meaningful story, for it provides a key to understanding what we need to do in order to attain true happiness and eternal life. It exhorts us to sincere conversion.

 

  1. The other person is a gift

 

The parable begins by presenting its two main characters. The poor man is described in greater detail: he is wretched and lacks the strength even to stand. Lying before the door of the rich man, he fed on the crumbs falling from his table. His body is full of sores and dogs come to lick his wounds (cf. vv. 20-21). The picture is one of great misery; it portrays a man disgraced and pitiful.

 

The scene is even more dramatic if we consider that the poor man is called Lazarus: a name full of promise, which literally means “God helps”. This character is not anonymous. His features are clearly delineated and he appears as an individual with his own story. While practically invisible to the rich man, we see and know him as someone familiar. He becomes a face, and as such, a gift, a priceless treasure, a human being whom God loves and cares for, despite his concrete condition as an outcast (cf. Homily, 8 January 2016).

 

Lazarus teaches us that other persons are a gift. A right relationship with people consists in gratefully recognizing their value. Even the poor person at the door of the rich is not a nuisance, but a summons to conversion and to change. The parable first invites us to open the doors of our heart to others because each person is a gift, whether it be our neighbor or an anonymous pauper. Lent is a favorable season for opening the doors to all those in need and recognizing in them the face of Christ. Each of us meets people like this every day. Each life that we encounter is a gift deserving acceptance, respect and love. The word of God helps us to open our eyes to welcome and love life, especially when it is weak and vulnerable. But in order to do this, we have to take seriously what the Gospel tells us about the rich man.

 

  1. Sin blinds us

 

The parable is unsparing in its description of the contradictions associated with the rich man (cf. v. 19). Unlike poor Lazarus, he does not have a name; he is simply called “a rich man”. His opulence was seen in his extravagant and expensive robes. Purple cloth was even more precious than silver and gold, and was thus reserved to divinities (cf. Jer 10:9) and kings (cf. Jg 8:26), while fine linen gave one an almost sacred character. The man was clearly ostentatious about his wealth, and in the habit of displaying it daily: “He feasted sumptuously every day” (v. 19). In him we can catch a dramatic glimpse of the corruption of sin, which progresses in three successive stages: love of money, vanity and pride (cf. Homily, 20 September 2013).

 

The Apostle Paul tells us that “the love of money is the root of all evils” (1 Tim 6:10). It is the main cause of corruption and a source of envy, strife and suspicion. Money can come to dominate us, even to the point of becoming a tyrannical idol (cf. Evangelii Gaudium, 55). Instead of being an instrument at our service for doing good and showing solidarity towards others, money can chain us and the entire world to a selfish logic that leaves no room for love and hinders peace.

 

The parable then shows that the rich man’s greed makes him vain. His personality finds expression in appearances, in showing others what he can do. But his appearance masks an interior emptiness. His life is a prisoner to outward appearances, to the most superficial and fleeting aspects of existence (cf. ibid., 62).

 

The lowest rung of this moral degradation is pride. The rich man dresses like a king and acts like a god, forgetting that he is merely mortal. For those corrupted by love of riches, nothing exists beyond their own ego. Those around them do not come into their line of sight. The result of attachment to money is a sort of blindness. The rich man does not see the poor man who is starving, hurting, lying at his door.

 

Looking at this character, we can understand why the Gospel so bluntly condemns the love of money: “No one can be the slave of two masters: he will either hate the first and love the second, or be attached to the first and despise the second. You cannot be the slave both of God and of money” (Mt 6:24).

 

  1. The Word is a gift

 

The Gospel of the rich man and Lazarus helps us to make a good preparation for the approach of Easter. The liturgy of Ash Wednesday invites us to an experience quite similar to that of the rich man. When the priest imposes the ashes on our heads, he repeats the words: “Remember that you are dust, and to dust you shall return”. As it turned out, the rich man and the poor man both died, and the greater part of the parable takes place in the afterlife. The two characters suddenly discover that “we brought nothing into the world, and we can take nothing out of it” (1 Tim 6:7).

 

We too see what happens in the afterlife. There the rich man speaks at length with Abraham, whom he calls “father” (Lk 16:24.27), as a sign that he belongs to God’s people. This detail makes his life appear all the more contradictory, for until this moment there had been no mention of his relation to God. In fact, there was no place for God in his life. His only god was himself.

 

The rich man recognizes Lazarus only amid the torments of the afterlife. He wants the poor man to alleviate his suffering with a drop of water. What he asks of Lazarus is similar to what he could have done but never did. Abraham tells him: “During your life you had your fill of good things, just as Lazarus had his fill of bad. Now he is being comforted here while you are in agony” (v. 25). In the afterlife, a kind of fairness is restored and life’s evils are balanced by good.

 

The parable goes on to offer a message for all Christians. The rich man asks Abraham to send Lazarus to warn his brothers, who are still alive. But Abraham answers: “They have Moses and the prophets, let them listen to them” (v. 29). Countering the rich man’s objections, he adds: “If they will not listen either to Moses or to the prophets, they will not be convinced even if someone should rise from the dead” (v. 31).

 

The rich man’s real problem thus comes to the fore. At the root of all his ills was the failure to heed God’s word. As a result, he no longer loved God and grew to despise his neighbor. The word of God is alive and powerful, capable of converting hearts and leading them back to God. When we close our heart to the gift of God’s word, we end up closing our heart to the gift of our brothers and sisters.

 

Dear friends, Lent is the favorable season for renewing our encounter with Christ, living in is word, in the sacraments and in our neighbor. The Lord, who overcame the deceptions of the Tempter during the forty days in the desert, shows us the path we must take. May the Holy Spirit lead us on a true journey of conversion, so that we can rediscover the gift of God’s word, be purified of the sin that blinds us, and serve Christ present in our brothers and sisters in need. I encourage all the faithful to express this spiritual renewal also by sharing in the Lenten Campaigns promoted by many Church organizations in different parts of the world, and thus to favor the culture of encounter in our one human family. Let us pray for one another so that, by sharing in the victory of Christ, we may open our doors to the weak and poor. Then we will be able to experience and share to the full the joy of Easter.

 

 

FRANCIS